En enero de 1997, me sumé a un grupo de vulcanólogos
en una visita técnica al Pico de Orizaba, en el estado de Veracruz, México.
El grupo viajaba en tres camionetas combi alrededor del volcán,
estudiando la sedimentación producida por la erupciones a lo largo de los últimos 10,000 años.
Mi interés particular era la modelación de lahars.
Un tarde, al aproximarnos a la ciudad de Córdoba, el primer vehículo de nuestro grupo
fue detenido por un par de policías de carreteras,
en lo que aparentemente era una inspección de rutina. Como estábamos en grupo, los otros dos vehículos
pararon a esperar.
Después de transcurridos más de 15 minutos, era obvio que algo andaba mal.
Un colega y yo bajamos del tercer vehículo y preguntamos sobre la demora,
pero no nos dieron razón, ni el jefe del grupo ni los policias.
Aparentemente no habiamos cometido falta alguna;
era sólo que los policías querían algo, y nuestro jefe no estaba para compromisos.
Después de un tiempo prudencial, mi colega pronunció: "Esto lo arreglo yo en este momento..."
Procedió a sacar 50 pesos de su cartera y se los dio a uno de los policías, el que inmediatamente
dijo a su compañero: "Estos caballeros se están portando muy bien... déjalos ir."
Sosegados ya, nos aprestamos a continuar nuestro camino.
De regreso a nuestro vehículo, uno de los policías se acercó a mí y me dijo, en voz baja: "Aquí le doy un número...
si los paran
más abajo, les dan este número y los dejarán ir."
Habíamos recibido la vacuna mexicana.
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