En el verano de 1986 permanecí dos meses en Brasilia, Brasil,
en una consultoría con la Organización de Estados Americanos (OEA), en el programa PLANVASF
(Plan de Desarrollo para el Valle del Río San Francisco).
El trabajo consistía en el desarrollo y corrida de un modelo de tránsito de reservorios, un trabajo que me tuvo
ocupado las 24 horas con la computadoras de entonces (una mainframe Burroughs, que tomaba seis horas para correr mi modelo).
El último día de mi estadía, buscando un poco de aventura,
alquilé un carro y me dirigí al nuevo centro comercial, localizado en la afueras de la ciudad,
esperando comprar un regalo para mi esposa.
Después de permanecer cerca de un par de horas,
decidí que ya era tiempo de regresar
al hotel,
pero no me acordaba por cuál puerta habia ingresado. Todas las puertas tenían
la misma apariencia.
Mi preocupación se tornó en desesperación cuando me di cuenta que no me acordaba del color o marca
del carro que había alquilado. Era una experiencia decididamente singular: El centro comercial estaba rodeado de un océano
de estacionamiento, y yo no sabía cuál era mi carro. Sólo podía decir que era un carro chico, muy popular en el Brasil.
Me tomó casi una hora el hacer grandes esfuerzos de memoria, y tratar la llave en varios carros,
tratando que nadie se percatara; una experiencia inolvidable que juré nunca más repetir.
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